Había una vez un hombre que vivía junto a un cementerio. Ese hombre se llamaba don Diego de Salazar y su historia se sitúa en la España del siglo XVI. Se trataba de un hidalgo ya maduro, sin familia ni amigos íntimos, cuya única ocupación conocida era oír misa en cualquiera de las muchas iglesias de la ciudad. No tenía ningún criado y sus vecinos atribuían esa peculiaridad a la pobreza o a la avaricia, pues no podían imaginarse que un hombre tan devoto tuviera ningún secreto que esconder. Pero en ese punto se equivocaban, pues el señor de Salazar era un necrófilo insaciable, que solo entraba en las iglesias para estar al tanto de los funerales que se celebraban en la ciudad. Cuando se enteraba de que había fallecido una mujer joven y hermosa, asistía discretamente al funeral para enterarse de dónde la enterraban. Por la noche, cuando el cementerio se quedaba desierto, salía de su casa, exhumaba a la difunta y la usaba para satisfacer su lujuria.
Tras varias semanas infructuosas, Salazar sintió un estremecimiento de placer al oír que acababa de fallecer doña Ana de Guzmán, una de las damas más hermosas del vecindario. La muerte de doña Ana se había producido a causa de una extraña y fulgurante enfermedad, que había burlado la pericia de los médicos y que, seguramente, le había sido transmitida por la mordedura de un murciélago. Aparentemente, aquella dolencia la había matado sin restarle ni un ápice de su belleza, pues, dejando aparte la inevitable palidez del rostro, a simple vista parecía más dormida que muerta.
Aquella noche Salazar entró en el cementerio sin ser visto, desenterró a doña Ana y comprobó, satisfecho, que seguía siendo irresistiblemente bella. Sacó una navaja para desgarrar los ropajes de la difunta, pero entonces esta resucitó repentinamente y se arrojó sobre el sorprendido necrófilo, con el ímpetu de un gato montés que acomete a su presa. Cuando intentó clavar sus afilados dientes en el cuello de Salazar, este comprendió, aterrorizado, que doña Ana se había convertido en un vampiro sediento de sangre. Sin embargo, se trataba de un vampiro que aún no había tenido oportunidad de alimentarse, de modo que sus fuerzas no eran superiores a las de una mujer ordinaria. Mediante un duro esfuerzo, don Diego consiguió detener a la mujer vampiro y clavarle su navaja en el corazón. Entonces doña Ana se desplomó y quedó tendida sobre su lápida, completamente inmóvil. Al parecer, había muerto de verdad y para siempre, pues incluso se había apagado el brillo infernal de sus ojos. Salazar suspiró aliviado al comprobar que no solo estaba a salvo, sino que además tenía aquel deseado cuerpo a su merced. De todos modos, tomó precauciones por si se producía una nueva resurrección: ató fuertemente los miembros de doña Ana y le cosió la boca con un hilo muy resistente. A continuación, le rasgó la ropa y la penetró salvajemente, aullando de placer. Pero entonces sintió en su miembro viril un dolor realmente atroz. Nuevamente aterrorizado, se apartó de la mujer vampiro y vio que su órgano sexual había sido roído. Entonces del vientre de doña Ana surgió una grotesca criatura humanoide, no mayor que una rata, pero armada con dientes sumamente afilados.
El feto vampiro de la encinta doña Ana saltó sobre Salazar y mordió con ansia su garganta, hasta desangrarlo y marcharse en busca de nuevas víctimas.
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