Prometía ser un apacible crucero por las aguas del Caribe y durante los primeros días no fue otra cosa que eso. Todo iba bien, desde la meteorología hasta la educación de los pasajeros, en su mayoría europeos de clase media acomodada, que sabían pedir las cosas por favor y no les hacían proposiciones indecentes a las camareras.
Todo cambió después de que el barco hiciera una breve escala en cierta isla de las Pequeñas Antillas, algo alejada de las rutas turísticas habituales.
Un niño italiano se apartó de sus padres y se acercó a un misterioso gato negro, con la intención de acariciarlo. El gato, lejos de sentirse complacido por sus caricias, le propinó un doloroso arañazo y desapareció rápidamente entre la densa vegetación de la isla.
El pequeño Carlo lloró a lágrima viva, no tanto por el dolor del rasguño como por la decepción que le había producido la ingrata actitud del felino.
Los sanitarios del barco lo atendieron con su eficacia habitual, le pusieron un desinfectante, le vendaron la mano herida y así acabó todo... hasta que al día siguiente, mientras el barco navegaba por mar abierto, Carlo empezó de pronto a sufrir inexplicables convulsiones.
El médico de a bordo no pudo hacer nada y ni siquiera fue capaz de diagnosticar qué le sucedía al pequeño. Carlo murió poco después de sufrir las primeras convulsiones, para desesperación de sus padres y consternación de todo el pasaje.
Pero la desesperación y la consternación dieron paso a la estupefacción y al horror pocos minutos después, cuando Carlo resucitó de repente y mordió a su madre en el cuello, como si se hubiera convertido en una fiera salvaje sedienta de sangre.
Sería demasiado largo (y sobre todo demasiado horrible) contar con detalle lo que sucedió en el barco durante aquella mañana infernal, lo cierto es que antes del mediodía la muerte y el terror reinaban por doquier.
Innumerables muertos vivientes sedientos de sangre vagaban sobre la cubierta ensangrentada o devoraban las entrañas de sus víctimas en pasillos y camarotes, sin que nadie pudiera detenerlos. La infección se había extendido vertiginosamente, con terribles consecuencias: muchos pasajeros y casi todos los tripulantes habían sido despedazados o infectados por los despiadados colmillos de aquellas criaturas infernales, cuya humanidad había desparecido para siempre.
Los escasos supervivientes habían encontrado un precario refugio en las bodegas del barco, donde, sin embargo, se vivieron escenas realmente dramáticas. Todos los heridos que aún podían caminar fueron despiadadamente expulsados del refugio, pese a sus súplicas y a las lágrimas de sus familiares, pues en cualquier momento podían convertirse en nuevos zombies.
Y aquellos que ya no podían moverse simplemente fueron rematados a golpes antes de que la infección empezara a actuar. Quienes se opusieron a semejantes medidas fueron ignorados y en algún caso agredidos, pues el miedo había desplazado a la compasión y ya no había lugar para escrúpulos éticos: se trataba únicamente de sobrevivir a toda costa.
Un equipo de la guardia costera intentó abordar el barco, respondiendo al mensaje de socorro que el capitán había enviado antes de ser destrozado por los zombiss, pero fue inútil. Los monstruos se habían vuelto invulnerables y las balas de los guardias no los salvaron de ser destruidos, sin que quedara ni un solo superviviente.
Mientras duró el tiroteo, los refugiados de la bodega sintieron que un hálito de esperanza reanimaba sus desfallecidos corazones, pero, cuando los disparos cesaron y un silencio fúnebre se apoderó del barco, casi todos se entregaron a la desesperación y empezaron a sollozar como niños desamparados.
Además, allí no tenían comida ni agua, de hecho ni siquiera había aire para todos, por lo que no podrían resistir mucho tiempo y solo les quedarían dos opciones: salir para ser devorados por los zombies o quedarse para morir lentamente de hambre, sed y asfixia.
Solo Jacques, un viejo marinero de raza negra, oriundo de las Antillas y conocedor de las tradiciones locales, conservó la serenidad y, cuando consiguió hacerse oír por aquella turba de desesperados, habló así:
--Creo que no está todo perdido. Los zombies son duros de roer, pero tienen una debilidad: la sal los espanta e incluso puede destruirlos.
Un niño francés apuntó tímidamente:
--Pues yo pensaba que solo se podía matar a los zombis pegándoles un tiro en el cerebro. Así es como los matan en las películas.
La hermana mayor del niño, que ni en los momentos más dramáticos perdía una oportunidad de meterse con su hermanito, lo interrumpió con sarcasmo:
--Claro, seguro que los guardacostas habían visto las mismas películas que tú y así les fue. Será mejor que te calles y escuches lo que va a decirnos el señor, que seguramente sabe de esto más que tú.
Sin hacer caso de los niños, el viejo Jacques intentó retomar su discurso, pero entonces fue una chica inglesa la que lo interrumpió diciendo:
--Pero, ¿habrá en el barco suficiente sal para detener a todos los zombies? ¿Y habrá que acercarse mucho a ellos para...?
Algo impaciente, Jacques alzó la voz antes de que la inglesa pudiera terminar la frase:
--¡No, no se trata de volcarles un salero encima! Nos matarían a todos antes de llegar a la cocina o a las despensas. Pero les recuerdo que estamos navegando sobre agua salada. Lo que tenemos que hacer es hundir el barco para que el agua del mar los destruya.
--Vale, caballero, pero en ese caso... ¿no nos destruirá también a nosotros? Claro que es mejor morir ahogado que devorado por esos seres, pero aun así...
--No vamos a ahogarnos. Podremos huir del barco en el bote salvavidas.
--¿Y habrá sitio para todos?
--No, pero tampoco llegaremos todos al bote. Ya se ocuparán los zombies de eso.
--¿Y cómo hundiremos el barco?
--Ahora mismo nos hallamos bajo la línea de flotación, así que, si hacemos un boquete en las paredes, el agua empezará a inundar la bodega. No creo que los zombies sean capaces de manejar las bombas, así que el barco acabará hundiéndose y tendremos el tiempo justo para huir antes de que eso suceda... si ellos nos dejan, claro.
--¿Y cómo haremos el boquete?
--Buena pregunta. Aunque, si mis cálculos son correctos, no será necesario. El barco va a la deriva en una zona llena de arrecifes, así que en cualquier momento...
En ese preciso instante una tremenda sacudida hizo temblar el barco y caer a todo el mundo, mientras un chorro de agua empezaba a penetrar, con fuerza incontenible, en la bodega. Una vez que Jacques consiguió incorporarse, les gritó a los demás:
--Bien, la casualidad nos ha ahorrado el trabajo, pero tenemos poco tiempo. No nos queda otra que arriesgarnos, si no queremos convertirnos en el almuerzo de los peces. ¡Venga, abran la puerta y que sea lo que Dios quiera!
Una vez abierta la puerta de la bodega, docenas de personas desesperadas empezaron a correr por los angostos pasillos inferiores del barco. Algunos resbalaron en la sangre que cubría el suelo y fueron aplastados por los pies de sus compañeros antes de conseguir incorporarse, otros fueron atrapados por los zombies y muchos se perdieron para siempre tras tomar un desvío equivocado, de modo que solo unos pocos llegaron al bote.
Guiados por Jacques, único de los supervivientes que tenía ciertos conocimientos náuticos, consiguieron abandonar el barco antes de que este se sumergiera y empezaron a remar hacia un islote cercano.
Tras una verdadera odisea, los extenuados supervivientes alcanzaron la orilla de aquel islote desierto, que apenas era un arrecife perdido en medio del mar. Tras asegurarse de que nadie presentaba señales de haber sido mordido o arañado por los zombies, bajaron del bote y se dejaron caer sobre una pequeña cala arenosa, pues ya no tenían fuerzas ni para mantenerse en pie.
El barco había desaparecido, devorado por las voraces aguas del mar, y las gaviotas sobrevolaban el punto del naufragio, esperando a que los cadáveres salieran a flote para picotearlos. Pero hubieron de marcharse decepcionadas, pues los cadáveres que esperaban... aún estaban vivos.
Docenas de zombies empezaron a nadar hacia el islote, rugiendo de rabia y ansiosos por devorar a los escasos seres humanos que se apiñaban en la orilla. Todos estos, salvo el siempre sereno Jacques, chillaron de horror al verlos y, pese a su estado de postración, intentaron levantarse para huir, pese a que aquel pequeño islote no podía ofrecerles ningún tipo de refugio. El niño francés le dijo al viejo marinero con voz trémula:
--Pero… usted dijo que la sal los mataría.
Jacques sonrió y le dijo al pequeño:
--No, la sal no les hace nada a los zombies, eso es solo una leyenda. En realidad, mi plan era otro, pero no me atreví a explicárselo porque me hubierais tomado por loco. En todo caso, era necesario que nos alejáramos del barco para no correr la misma suerte que los zombies.
--¿La misma suerte que los zombies? Pues yo a ellos los veo muy bien y a nosotros muy mal.
--¡Calla y verás, muchacho!
Dicho esto, Jacques alzó los ojos al cielo y empezó a entonar una extraña letanía en alguna misteriosa lengua ancestral, mientras los demás supervivientes, aterrorizados ante el lento pero inexorable avance de los zombies, apenas le prestaban atención.
Pero entonces Jacques terminó su oración y todos los presentes se quedaron mudos a causa de un asombro aún más fuerte que el miedo.
Enormes tentáculos verdes, largos y gruesos como serpientes gigantes, habían surgido del mar y estaban atrapando a los zombies como si fueran pececillos indefensos, sin que ni uno solo consiguiera huir.
Cuando uno de los muertos vivientes era atrapado, aquellos anillos mortales estrujaban su cuerpo hasta que este literalmente reventaba en mil pedazos. Así, todos los zombies fueron destrozados en cuestión de segundos y entonces aquellos extraños tentáculos desaparecieron bajo el mar, tan súbitamente como habían aparecido.
De los zombies no quedaba más rastro que unas cuantas piltrafas ensangrentadas, que los tiburones hicieron desaparecer rápidamente.
Pasaron varios minutos sin que nadie se atreviera a decir nada, hasta que finalmente una señora francesa, madre de los niños que habían hablado antes, se atrevió a dirigirse al viejo Jacques con estas palabras:
--¿Qué… qué era… eso?
--El único ser que no teme a los zombies: el Gran Cthulhu, dios de mis antepasados y señor de las profundidades oceánicas.
--¿Y no… vendrá ahora por nosotros?
--No, con los zombies ya ha tenido bastante. No se debe invocar al Gran Cthulhu a menos que puedas ofrecerle algo que destruir, pues si no te destruirá a ti. En fin, cuento con ustedes para que la existencia de mi Dios siga siendo un secreto. No supondría ningún bien para la Humanidad saber que existen criaturas semejantes bajo las aguas del mar y, si nos preguntan, podremos decir que los zombies se hundieron con el barco.
Algo más tranquila, la francesa preguntó:
--¿Y ahora qué hacemos? ¿Intentaremos llegar a algún lugar en el bote o esperaremos a que venga alguien a rescatarnos?
--Será mejor esperar. Alguien pasará por aquí para investigar qué le ha pasado al barco y entonces nos llevarán a algún lugar seguro. Mientras tanto, será mejor buscar algo de comida. Quizás podamos encontrar cangrejos entre las rocas.
Todos los supervivientes estaban hambrientos después de varias horas sin probar bocado, así que aceptaron la sugerencia de Jacques y, mientras algunos buscaban cangrejos, otros se metieron en el agua para recoger moluscos. Pierre, el niño francés, se alejó de la orilla algo más de lo conveniente y de pronto emitió un grito de dolor, mientras a su alrededor el agua se teñía de sangre.
Uno de los tiburones que hasta entonces habían estado ocupados devorando los restos de los zombies se había acercado a él y le había propinado un feroz mordisco en una pierna.
Entre varias personas consiguieron espantar al tiburón y sacar al niño del agua. Lo tumbaron sobre la arena e intentaron reanimarlo, pero Pierre, que estaba muy pálido, permanecía con los ojos cerrados, aparentemente desmayado por la pérdida de sangre.
Marie, su hermana, se acercó a él con lágrimas en los ojos y le suplicó en voz alta:
--¡Por favor, Pierre, despierta de una vez! ¡Te juro que nunca más volveré a meterme contigo!
Al oír esto, el niño entre abrió los ojos, sonrió y le dijo a su hermana:
--No… no volverás a hacerlo… nunca más.
Dicho esto, Pierre se arrojó sobre Marie y la mordió en la garganta, como si de pronto se hubiera convertido en una fiera salvaje sedienta de sangre.
Fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Que te parece el blog?